3.31.2007

Dama de Noche


No arremetió contra su expectante rostro. No derramó lágrima alguna. Mucho menos exigió explicaciones. Tampoco desbordó su despacho con una suerte de papeles al viento. Ni pensar en la desgastada perorata irónica. Trato de incorporarse rápidamente y pensar. Tener la respuesta adecuada. Iba a tomar aquello como se bebió su Capitán la noche del sábado. De golpe. Sin asomo de sumisión y con mucho hielo. “Vamos listas a enfrentarlo todo. Incluso a aquel despido”, pensó todavía aturdida. Recogería sus cuatro piezas. Agradecería a unos cuantos. Y emprendería un nuevo rumbo.

Tomaría su maleta y le daría la vuelta al pequeño mundo que tenía en su escritorio. Aquel juguete que encantaba al pequeño Octavio cada vez que la visitaba. Tenía todos los países a su disposición. Los únicos que se le ocurrían en ese instante eran Panamá y Brasil. Tal vez por la desbordante alegría de su gente. Quizás porque - muchas veces - el calor sofoca los inminentes agobios y las palmeras dan cobijo a las grandes ilusiones. Como fuera, era momento de regresar al ruedo. Vestiría de rojo. Soltaría su cabello. Calzaría tacones con strass y vería a los toros de cerca. Lástima – hoy - estaba toda de negro.

Aunque nunca le gustaron los acertijos. Resolver aquel gran dilema sería su principal consigna. La respuesta quizás estaba designada en las cartas de alguna baraja española. O en el fondo de la taza del café recién pasado que sin quererlo aprendió a preparar. ¿Cómo saberlo? ¿Sería aquella despedida el inicio de un prometedor futuro? El breve espacio entre su antes y después dejaba aún el dulce aroma de canela en el aire. Las despedidas siempre van así. Con la voz entrecortada, un leve temblor del cuerpo y con todas las fuerzas posibles para iniciar un nuevo andar, diez pasos delante de su presente.

Aún le quedaban muchos asuntos pendientes. Varias notas por entregar, llamadas por realizar, papeles por firmar y abrazos que dar. Caminó por el amplio pasadizo de antiguas losetas blancas con detalles en mostaza y azul, y sin saber por qué razón recordó vívidamente aquel viaje del colegio por antiguas calles de la ciudad. Tan lejos de su lugar. Los parques sombríos acompañados por desvencijadas banquetas de madera. Altísimos faroles rotos competían por alcanzar las nubes con las lúgubres golondrinas. Todo aquello era tan triste. Los viejos edificios propios de la posguerra eran increíbles. ¿Posguerra? Acaso una chica de catorce sabía algo de aquella época. Pero en palabras de su abuela, aquella mujer que encendía sus labios con rojo carmesí, la posguerra siempre sería sinónimo de desolación. A bordo del destartalado ómnibus no faltaba nadie. La promoción en pleno iba rumbo a lo que muchas de las profesoras llamaban 'labor social'. Presurosos bajaron con maletas y paquetes sin la menor idea que harían en ese palacio gris.

Bajó rápidamente con la bolsa que su madre le preparó. No estaba segura si podría desprenderse del contenido. Risueños vestidos de círculos negros, enormes batas de algodón que aún conservaban ese perfecto olor a niña vieja y traviesa. En fila se desplazaron todos aquellos chicos bulliciosos. Muchos contemplaban atónitos esas cansadas miradas ávidas de afecto. Otros llenos de miedo solo clavaban los ojos fijos al suelo. Mientras ella se aferraba a los recuerdos de bellas dormilonas de plata y rodajas de papas en las sienes. En los últimos años, Mama Hilda –su abuela - no toleraba los terribles dolores de cabeza y recurría a esa receta casera. Sin embargo jamás el malestar la embargó tanto como para negarse a prepararle leche con gotas de té. Solo en sus manos aquella simpleza era una real delicia.

"Las bolsas por aquí. En orden, por favor. Gracias". Era su turno y no sabía que hacer solo apretar muy fuerte esa bolsita de plástico. "Quiero entregarla yo misma", dijo con temblorosa voz. "No se puede, tenemos que repartir la ropa de acuerdo a la carencia de esta gente", concluyó. "Cambié de opinión, esto es mío y no voy a regalar". Esa mujer de cabello cano y cara de sargento avanzó sin mirarla y solo susurró: "Pequeña egoísta". “¿Qué podría saber ella?”, pensó. Lo cierto es que - a lo largo de su vida - muchas veces acabó por creer en ese adagio.

"La misión de ustedes será conversar con estos abuelitos. Acérquense a los que quieran. ¿Listos?". Más tarde se enteraría de su nombre. Mara. Tendría unos veintitantos años, el cabello amarrado y unos lentes de gato muy peculiares. "Hola, creo que olvidaron pedirte estas cosas. Me las puedes dar a mi". Solo atinó a mirarla con desconfianza y responderle: "Son de mi abuela". "¿Por qué no paseas un poco y luego me las das, sí?". Sabía que decirle no sería el inicio de toda una conversación inacabable y como se hace en 'esos' casos resultaba obligado aseverar un efectivo: "Está bien".

Se puso a caminar por esos desolados pasadizos. No tenía la más mínima idea de dónde podría estar toda la gente. Hasta que llegó a una pequeña puerta de vidrio y vislumbró un jardín. Giró la chapa y vio ese inmenso pedazo de césped abarrotado con pequeñas margaritas y árboles. Unos cuantos ancianos conversaban quizás del engañoso calorcito de diciembre o sobre cuál sería la comida de hoy. No adivinaba que podrían estar comentando con tanto detalle. Mientras uno gesticulaba afanosamente con sus manos, el otro replicaba por ser escuchado y un tercero estallaba en una ronca carcajada. Resultaba fascinante contemplarlos, sus arrugados rostros, sus manos salpicadas con las pecas de la edad y los bastoncillos de singulares modelos.

Adornando el perímetro de ese verdor, se ubicaban pequeñas ventanas de todos los colores. Y como si fuera el teatrín de un cuento para niños, se asomó una pequeña cabecita rubia platinada. Su mirada evocaba una nostalgia estival. Sus azules ojos miraban al cielo en clara súplica de más rayos de sol. La dueña de ese cuerpecito de gitana nórdica atravesó el umbral de la puerta y paseó por aquel fresco matinal. Aquella era la elegida. Una bella enredadera de delicadas campanas blancas con pistilos amarillos. "Mis niñas esta vez no les pondré abono. Esperemos que Mara traiga las gracias del Visnú. Solo les daré agüita". Su voz era como un apagado ronroneo en mitad de ese edén. Absorta, ella miraba cómo cogía las delicadas flores, apartaba las hojas caídas y vertía exactamente dos gotas de agua en cada una de ellas.

Embelesada con todo aquello, no pudo responder cuando esa mujer de blusa raída y falda con dibujos le preguntó: “¿Me ayudas?”. Sus amarillos dientes desgastados y los surcos que acompañaban su sonrisa la hicieron pararse y seguirla. “Tú eres nueva acá. ¿Acaso tus hijos te dejaron? Pero pareces un poco joven para el jardín”. No terminaba de entenderla. Era ciertamente extraño porque aunque podía salir corriendo de esa maravilla escondida, no quería. “Mira esta es mi dama de noche. No pienses por favor que es como esas pirujas que lo entregan todo. Ella se muestra, exhala y encanta. Los enamora y luego vuelve a su estado de piruja buena”. La chiquilla solo atinó a sonreír y a mirar a su alrededor. “Ven vamos te muestro mi sitio”, le dijo la anciana. “Lo siento, no puedo”, respondió rápidamente. “Entiendo, a ti también te cantan ¨salir con extraños no¨. Pero yo no soy una extraña. Me llamo Olga Davis”. Estrechó su mano y pudo percibir toda la fragilidad de aquella calidez.

“¿Queda muy lejos su sitio?” “No, de frente por el pasadizo, en el pabellón de la izquierda”, respondió Olga. “Espera que recojo mis cosas”, le respondió aún no muy segura de su decisión. “Que malos aún no te han instalado. Qué curiosa tu bolsita. Imagínate y yo que traje dos maletas al llegar”, estalló en carcajadas. “Mira, si no te ponen en algún lugar, puedes dormir en mi sofá que es muy cómodo. A veces tejiendo me quedó ahí como muerta. Pero tú solo dormirás”. Todo aquello era sacado de otro mundo. Para ella, la gitana nórdica era de otro planeta.

El inmenso cuarto estaba repleto de camas, de cuadritos de santos por doquier, medicinas en las mesitas y babuchas de viejitos. Al ingresar, sintió como todos los ojitos vidriosos se posaban no en ella – precisamente- sino en la bendita bolsa. De pronto una temblorosa manito estaba sobre la suya. “¿Me trajiste algo para mi?”, preguntó una anciana de piel trigueña. No supo más que abrazarse fuertemente a Olga. “Ella viene a verme a mí. No a ti, vieja usurera”, le gritó. Aún con los ojos cerrados, recibió de Olga la bolsa que dejó caer por el susto del momento. “Toma tus cosas, mejor vamos al comedor. Estas viejas cada día están más locas. Qué feo será ser vieja y loca. Felizmente tú y yo somos otra cosa”, le dijo alegremente.

Llegaron a un salón grande, donde se escuchaba el trajín de los cubiertos y el leve susurro de delirantes vocecillas. “Otra vez menestras. Es cierto, hoy es martes”. Tomó una bandeja del mostrador de metal y escogió el menú número dos. Lentejas con pollo a la plancha y arroz. “Lo bueno es aquí las preparan muy bien”. Decía esas palabras como si tratara de convencerse a sí misma que todo aquello estaba bien.

Después del almuerzo, las dos mujeres tomadas de la mano llegaron al jardín. Ella ya sabía que Olga acabó en ese asilo porque nunca se casó. Su familia proveniente de Francia se instaló a principios de los cuarenta en Lima. Simpatizaba con la filosofía del extinto presidente Manuel Prado. “Fue el único capaz de reconquistar el voto del pueblo”, argumentaba con una pasión que ya hubieran querido despertar amantes caducos. De profesión maestra, siempre compartió el amor de todos. Hasta de aquel hombre que prometía divorciarse en eterno juramento por espacio de diez años. “Los más felices y tristes de mi vida”, según decía. “Esperaba calladita en el lobby del Hotel Bolívar, hasta que lo veía llegar mi corazón volvía a su lugar. Pero muchas veces tuve que regresar sola a casa, inventándome una excusa para no odiarlo más”, confesó. Le parecía una crueldad dejar que continuara recordando. Sin embargo sabía que ese instante era el más cuerdo y auténtico que vivió a lo largo del día.

Un dulce aroma embriagador las rodeó. “Vamos, nos llama mi dama de noche”, advirtió con gran entusiasmo. El azul profundo del cielo dejaba entrever el camino de la noche. “¿Qué hora serán? Ya me debo ir”. “Mira ahí está Mara. Ven Mara”, gritó. “¿Qué haces aquí? Hace dos horas el bus partió. Tendrás que irte en la movilidad del personal o ¿pretendes quedarte aquí?”, le preguntó esbozando una sonrisa. La negativa era implícita. Tras despedirse de aquel mundo de dulce locura, abordó el pequeño automóvil. Ahora sabía por Mara que esas callecitas pertenecían al distrito de Barrios Altos y que el palacete visitado era el hospicio de ancianos Santa Luisa de Marillac.

Ahora lo olvidado era recordado. Como si hace unas horas hubiera hablado por teléfono con Olga, podía escucharla, contarle lo bien que le quedó el vestido blanco de círculos negros, los dorados zapatos calados y las chompitas de cashmere. “Esa bolsita siempre fue para ti”, le respondió Fátima.

Con un futuro por estructurar, recordó la denominación de este dos mil siete. El año del deber ciudadano. Por ende, tenía la obligación de concretar las esperanzas conjuradas frente a un mar esplendoroso. Realizar los deseos que se desprendieron de rosadas velas en una noche de año nuevo. Bajó las intimidantes escaleras de mármol y después de casi dos años y medio de correrías entre notas de prensa, reuniones, encuentros y desencuentros, se percató que la responsable de traer a Olga Davis nuevamente a su vida, siempre estuvo ahí. Tímida yacía entre dos frondosas palmeras, la dama de noche. No pudo más que soltar la risa y evocar la profundísima frase célebre del protagonista de una saga venida a menos: "Nada termina hasta que se termina".

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Uno que otro errorcillo pero somos humanos verdad? Felicitaciones - Mara

Anónimo dijo...

Gitana gitana dame cinco segundos. Esta lindo lloro me aflora toda la femeinidad. Esto es el principio y yo se gracias a quien fue. Tengo que verte. Te amo ** OXOX ** TU REY

Anónimo dijo...

Pues que te puedo decir, una vez me sorprendiste con tu lectura, tienes esa facilidad para transportarme a divagar en tus líneas. Pues creo habértelo dicho, fascinas al leerte, enganchas al lector hasta el final. Gracias por haber escuchado la propuesta de escribir para el concurso, gracias por ser tu al hacerlo, gracias por la alegría al saberte sobresaliente, gracias mil por ser tu. Pues no queda más que decirte que sigas explorando en la lectura, quien sabe por ahí logres algunos éxitos, de eso yo estoy seguro.

Mar dijo...

JUAAAAAAAAAZ!!!!!!!!!!

TE AMO??? JELOUUU???

RRORRIS TENIAS KE SER MI RRORRIS.

PERO DEFINITIVAMENTE DECIRTE QUE TE LO MERECES..YA DIGO YO QUE ESE GITANEO NO ES EN VANO. Y SI NO QUE ME MUERA YA MISMO!

BIENVENIDA LA LOKURA KE NO TIENE KURA!

TE QUIERO TAAAAAAAAANTO QUE TE MUEVO LA KOLITAAA!